12 mayo, 2007

Hacia el Reinado de los Tenderos



Los grandes desastres en política vienen de los ideólogos y de los profesores. Rousseau y Hegel fueron autenticas calamidades. Una nación excitable sigue las lucubraciones de un histérico, se enfebrece por las fórmulas huecas, por la declamación: el lirismo en los asuntos del Estado sólo lleva al síncope; una nación con peso se ciñe a su sistema, practica las deducciones elaboradas en un gabinete y les da la misma profundidad que les dio quien las forjó: la filosofía en la política extravía a un pueblo; toda Weltanschauung es fatal, sobre todo cuando impregna no tanto los cerebros como la administración.

¿Como no admirar a Inglaterra, que es la única que ha sabido no mezclar los planos? No hay visionarios ni doctrinarios en su evolución política. Todo su éxito se debe a su indiferencia ante las ideas. Su filosofía ha establecido el valor de la sensación; su política el del negocio. Y es que el empirismo, en el pensamiento y en la acción, es la única forma de respetar a los demás. No es así cuando se cree en el poder omnímodo de los conceptos: tal ha sido la maldición del continente, que sufrió una pesada herencia teológica de la que no ha podido deshacerse sin conservar su impronta. Porque toda ideología, todo sistema, es una pervivencia escolástica. ¡Qué estupidez, las construcciones abstractas! El hombre político debería tener preocupaciones de tendero a escala nacional. Este continente degenerado ha sido presa de los ministros soñadores, de los abogados atiborrados de lecturas, de los histéricos adoctrinados, de los locos de gabinete. Se ha agotado en combates de palabras y en guerras; y ha arrastrado a Inglaterra en su decadencia.

Un jefe de Estado debería preocuparse por hacer bostezar a sus administrados, y ofrecerles un solo ideal: la mediocridad. Está en el haber de los políticos ingleses haber sabido evitar convulsiones a su pueblo, haber expulsado el patetismo en la gestión de la cosa pública. ¿Nación de tenderos? Napoleón proclamo su desprecio en nombre de la aventura, de ese atentado romántico contra una nación. Pero al espíritu aventurero se contrapone la insipidez sublime del parlamento, institución de sentido común, réplica suprema al heroísmo, al delirio, a los sueños. Un político aferrado a los principios, que desdeñe las intrigas, el fraude, las mujeres, las componendas, es un caso patológico. Sería deseable que una nación instituyera -para el examen de sus dirigentes- comisiones de psiquiatras y que mandara internar a todos los ambiciosos, a todos los insaciables, a todos los intransigentes que pretendieran gobernarla; sólo dará su aprobación a aquellos que no hayan sido amargados por la vida o por sus males, a los que no hayan sido decepcionados, a los felices, a los brutos apacibles, amantes del sueño y de la buena mesa. ¿A quiénes debemos las catástrofes? A los obsesos de la frugalidad (Napoleón), a los impotentes (Federico el Grande), a los insomnes (de Calígula a Hitler ), a todos los artistas fracasados que llevaron la corona, el sable o el uniforme. Ha llegado el momento de que los comerciantes se hagan con el poder, de que comience el Reinado de los Tenderos.

Cioran, Ejercicios Negativos, pags 166-168.

Si os ha gustado aquí profundiza sobre lo mismo.

¡Quien pudiera escribir así!

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